Cuando recién ocurrió la desaparición de los cuarentaitrés normalistas de Ayotzinapa, un estimado compañero decidió escribir la biografía de uno de ellos. Así que viajó a la comunidad de origen del joven elegido para entrevistar a familiares y conocidos. Tales investigaciones provocaron que recibiera amenazas de muerte telefónicas, entonces decidió abandonar la ciudad por seguridad. Cuando al fin se imprimió el libro retornó al lugar donde residía, al enterarme acudí, en compañía de una amiga, a visitarle. Al llegar a su casa notamos que la puerta de entrada estaba abierta, llamamos pero nadie respondió, entramos con alarma para encontrar que la casa estaba revuelta; había libros y papeles regados por todas partes, ropa tirada en el suelo y restos de comida abandonados, parecía como si hubieran registrado el lugar. Buscamos con desesperación al compañero ausente. Encontramos su cuerpo desnudo tendido en el piso de una recámara.
La escena descrita nos hizo suponer lo peor, sin embargo nada era como parecía.
Decía que el cuerpo de este compañero estaba tirado en el suelo del cuarto, pero no solo eso, sino que sobre la cama había una desordenada pila de ropa, algunos billetes esparcidos y la televisión encendida. Parecía que habían irrumpido violentamente en el lugar y atacado a quien ahí estaba. Todo este cuadro provocó que mi acompañante lanzara un estruendoso grito que despertó al que yacía en el suelo.
Interrumpir sus sueños lo puso de muy mal humor. De mala gana dijo que acostumbra dormir en el suelo (por el calor), que olvidó cerrar la puerta, que arrojó su cartera con billetes al azar, que el sueño lo venció mientras veía la tele, y que el desorden restante se debía a su natural inclinación al caos.
Nos expulsó ante nuestras incontrolables risotadas.