¿No hay acaso una relación directa de causa a efecto entre la alimentación de esos verdugos que se dicen “civilizados” y sus actos feroces? ¡Ellos también se han acostumbrado a ponderar la carne sangrienta como generadora de salud, de fuerza y de inteligencia! Ellos también entran sin repugnancia en las carnicerías donde uno resbala sobre un piso rojizo, donde se respira el olor acre de la sangre.
Uno se admira, al leer los periódicos, de que todas las atrocidades de la guerra de China no sean un sueño feo, sino una lamentable realidad. ¿Cómo es posible que hombres que hayan tenido la dicha de ser acariciados por sus madres, y de escuchar en las escuelas las palabras de justicia y de bondad, cómo es posible que esas fieras de cara humana encuentren gusto en amarrar los chinos unos a otros por sus vestidos o sus colas para lanzarlos al río?¿Cómo es posible que maten a los heridos y que hagan ahondar sus tumbas a los prisioneros antes de fusilarlos? ¿Y quiénes son esos horrorosos asesinos? Son gentes que nos asemejan, que estudian y leen como nosotros, que tienen hermanos, amigos, una mujer o una novia; y tarde o temprano estamos expuestos a encontrarlos, a estrecharles la mano sin encontrar los vestigios de la sangre derramada.¿Hay acaso una diferencia tan grande entre el cadáver de un buey y el de un hombre? Los miembros descuartizados, las entrañas mezcladas del uno y del otro se parecen mucho: la matanza del primero facilita el asesinato del segundo, sobre todo cuando resuena la orden del jefe y que se oyen de lejos las palabras del señor soberano coronado: “¡Sed implacable…!”.