Apadrinado por Henri Cartier-Bresson, Sergio Larraín había alcanzado fama mundial a finales de la década de los sesenta, entre otras cosas, por retratar en 1959 a Giuseppe Genco Russo, uno de los capos más temibles de la mafia siciliana. Pero decidió abandonar de golpe el olimpo de los fotógrafos modernos. En 1970 quemó numerosos negativos de su obra, rompió con la agencia Magnum y se recluyó en un pequeño pueblo del norte de Chile para dedicarse a la pintura y a la meditación.