Solía ser el escenario soñado para los cineastas que aspiraban a “indies”: luchabas por acabar una primera peli, exprimiendo las tarjetas de crédito y rehipotecando la casa de tus padres y consigues que la exhiban en el festival de cine de Sundance, donde tu talento en bruto llamaría la atención y te comprarían tu película por una cifra histórica, sentando las bases de una carrera en lo más alto. A principios de la década del 2000, hubo miles que persiguieron ese sueño, con la esperanza de convertirse en el siguiente Quentin Tarantino o Paul Thomas Anderson.